No hay mejor réplica que aquella que se realiza con templanza y documentación. Este es el caso del informe escrito por el catedrático Ignacio Bosque, miembro de la Real Academia Española y Catedrático de Lengua Española de la Universidad Complutense de Madrid en contestación a la proliferación de guías “de lenguaje no sexista”. La polémica está servida, pasen y vean, y no cabe duda de que no se arrepentirán. Entre líneas del informe puede leerse mucho más, incluso puede adivinarse algo de humor bajo la pluma de este erudito de las letras.
No ha necesitado rodeos para plantear una cuestión sencilla; el sexista no es el lenguaje, sino aquel que lo utiliza para tal fin. La riqueza de la lengua está precisamente en los matices que leves cambios pueden otorgar al significado de una frase. Si una expresión resulta sexista o discriminatoria será su autor quien deba dar cuenta de la intención que tenía con ella y de si era la mejor forma de expresar aquello que deseaba transmitir. Son pues los usuarios de la lengua los responsables de emplearla en forma adecuada a cada situación y necesidad, y no la lengua la que debe velar por los derechos de las mujeres.
Comparto con el autor del informe la idea de que hay mucho que mejorar en lo que se refiere a igualdad de géneros, así como que el desdoblamiento del género no es la solución a un salario inferior por el desarrollo de la misma actividad laboral, a las situaciones de violencia que sufren un número alarmante de mujeres, al acoso sexual o a tantas otras cuestiones.
Asumir que el masculino genérico no incluye a las mujeres es asumir que las claras reglas gramaticales deben ser interpretadas a gusto del consumidor. Más aún, asumir algunas de las “recomendaciones” planteadas (en algunos casos de obligado cumplimiento) implicaría incumplir las reglas gramaticales existentes.
De nuevo, coincido con el autor cuando señala que estas mismas guías reconocen la nula practicidad del lenguaje “no sexista” y, tal y como ellas mismas señalan, por ello solo debería utilizarse de forma oficial y no de forma oficiosa. Si la intención (loable en cualquier caso) de los autores de estas guías, consiste en mejorar la situación de la mujer, ¿de qué sirve que el lenguaje se vuelva más exquisito y complejo si a la hora de la verdad, detrás de los micrófonos, es preferible continuar expresándose como hasta ahora? Si consideran que el uso de este lenguaje es motivo o indicador de una sociedad sexista ¿qué habría cambiado?
Sorprende también que los propios sindicatos patrocinadores de estas guías acaben por economizar en sus propios documentos y no utilicen estas prácticas que tanto defienden. ¿No deberían ser ellos los que predicasen con el ejemplo?
Por último, me ha resultado especialmente relevante el siguiente comentario, realizado en una de las guías, que a pesar de ello defiende el uso de la arroba como símbolo unificador: “La arroba es un signo que no es reconocido por los dispositivos lectores que emplean las personas con discapacidad visual”. La realidad es que ni siquiera forma parte de nuestro abecedario, por lo que no tiene sentido su utilización.
“No deja de resultar inquietante que, desde dependencias oficiales de universidades, comunidades autónomas, sindicatos y ayuntamientos, se sugiera la conveniencia de extender —y es de suponer que de enseñar— un conjunto de variantes lingüísticas que anulan distinciones sintácticas y léxicas conocidas y que prescinden de los matices que encierran las palabras con la intención de que perviva la absoluta visibilidad de la distinción entre género y sexo.”
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